Los miedos de los niños enseñan y educan

Los miedos en general y cualquiera de sus modalidades en la etapa infantil suponen un fenómeno universal y omnipresente en todas las culturas y tiempos. El miedo es un sentimiento natural y beneficioso para cualquier persona, sea niño o adulto. Es una de las emociones más básicas del ser humano, así como de cualquier mamífero. Es una emoción que cumple un papel fundamental: la supervivencia. Es un mecanismo adaptativo a un entorno que, en ocasiones, nos da motivos para temerlo. Aquello para lo cual sirve el miedo tiene que ver con nuestra capacidad para reaccionar rápidamente ante situaciones peligrosas, ya que gracias a él nos retiramos cuando existe una amenaza.

Los miedos forman parte del desarrollo normal del niño, son transitorios, están asociados a etapas evolutivas y tienen un gran valor adaptativo.

No hay duda que los miedos son evolutivos y “normales” a cierta edad, cambiando el objeto temido a medida que el niño crece y su sistema psicobiológico va madurando. La tendencia natural será a que éstos vayan desapareciendo progresivamente. En otras ocasiones, podemos hablar abiertamente de temores o miedos patológicos que pueden derivar hacia trastornos que necesitan atención psicológica (ansiedad, fobias). Establecer la frontera entre uno y otro (normalidad-patología) no siempre es fácil y dependerá mucho de la edad del niño, la naturaleza del objeto temido y sus circunstancias, así como la intensidad, frecuencia, sufrimiento y grado de incapacitación que se produce en el niño.

Los miedos aparecen y desaparecen, cambian a medida que el niño va creciendo y es capaz de superarlos cuando reconoce poco a poco la realidad. Se debe tener en cuenta que no se puede acabar con todos los miedos porque estos también permiten al niño entender el mundo.

La mayoría de los niños experimentan muchos temores leves a lo largo de la infancia y suelen ser transitorios y asociados a una determinada edad, superándolos espontáneamente durante su desarrollo. Algunos de ellos pueden ser:

Bebés:

  • 0-6 meses: pérdida súbita de la base de sustentación (del soporte) y ruidos fuertes.
  • 7-12 meses: a las personas extrañas, puesto que es momento de desarrollar el vínculo de apego; y a objetos que surgen por sorpresa.

Niñez temprana:

  • 1 año: separación de los padres, retretes, al hacerse heridas, a las personas desconocidas.
  • 2 años: ruidos fuertes, animales, oscuridad, separación de los padres, objetos o máquinas grandes y cambios en el contexto personal.
  • 3 años: máscaras, oscuridad, animales, separación de los padres.
  • 4 años: animales oscuridad, ruidos nocturnos, separación.
  • 5 años: animales, separación, oscuridad, gente “mala”, lesiones físicas.

Niñez media:

  • 6 años: seres imaginarios (fantasmas, brujas o extraterrestres), lesiones corporales, tormentas, dormir o estar solos.
  • 7-8 años: temores al daño corporal y al ridículo, cuando se dan casos de habilidades escolares o deportivas.
  • 9-12 años: entre los 9 y los 12, el nivel madurativo del niño contribuye a que disminuya su miedo a la separación, a la oscuridad y a los seres imaginarios, y aumenta el producido por los exámenes, el aspecto físico, las relaciones sociales y la muerte.

Los miedos nombrados anteriormente son frecuentes y afectan al 40-45% de los niños, son normales y aparecen sin razón aparente, sujetos a un ciclo evolutivo natural y que desaparecen con el tiempo.

En estos casos, no debemos ignorar ni dejar de atender los temores de nuestros pequeños. Es importante ofrecer seguridad a los niños, y fomentar la autonomía y toma de decisiones para enfrentar estos pequeños conflictos, que para ellos pueden suponer alteraciones en sus rutinas diarias. Siempre desde la calma, entendiendo como adultos que igual que vinieron se irán y mostrando comprensión y empatía hacia el niño, evitando siempre ridiculizar al niño por sus miedos, en especial, delante de sus compañeros. No reírse de él, no castigar ni sermonear. Al contrario, hay que alabarle y felicitarle por cada pequeño acto de valentía que realice. La atención debe estar dirigida a las posibles soluciones no a las consecuencias punitivas.

El miedo que persiste en cantidad e intensidad en el tiempo, debe ser atendido por profesionales, que tanto intervengan con el niño, como ayuden asesorando y dando pautas a las familias para acompañar a los pequeños en el afrontamiento.